Tres posibilidades se abren con el principal candidato a presidente preso. Los riesgos de la victimización.
La detención del expresidente Lula da Silva ha tenido un primer efecto, que es agravar la polarización ya desde hace tiempo rampante en la política brasileña. ¿En lo que sigue va a profundizarse esta tendencia? Y esos ánimos contrapuestos ¿van a contaminar la elección presidencial de octubre en tal grado que ella no servirá, como se esperaba, para sacar al sistema político de ese país del pantano en que se encuentra, sino que lo va a hundir aún más en él, extendiendo la crisis de legitimidad?
Hay al menos tres variantes en que eso puede ocurrir. Primera, que Lula logre victimizarse y preservar o hasta aumentar su influencia en el electorado, y a través de un candidato muleto vuelva al poder, estando en la cárcel. Se daría una situación incierta y potencialmente muy conflictiva, con un gobierno controlado desde las sombras, necesitado de deshacer lo que hasta aquí han hecho los jueces, y probablemente con suficiente ánimo de revancha como para dedicarse a forzarlos a ir en la dirección opuesta, contra los que vienen zafando de procesos por delitos parecidos o peores a los que se esmeraron en probarle a Lula.
Segunda variante, que esa operación de victimización favorezca de rebote al candidato de ultraderecha, el exmilitar Jair Bolsonaro, hasta ahora el segundo en las preferencias, y le permita llegar al poder, con lo cual la polarización no sólo se agravaría sino que se volvería mucho más difícil de revertir: los partidos moderados terminarían de descomponerse y podrían en parte ser absorbidos por el regeneracionismo autoritario de ese nuevo gobierno, y el PT tendría más motivos que ahora para radicalizarse y hasta chavizarse (no por nada muchos chavistas disimuladamente festejan que con Lula preso “la vía democrática se haya clausurado para la izquierda brasileña”), enfrentando a un presidente que además de los vicios mencionados tendría la mácula de origen de ser hijo de la proscripción. Además, un populista de derecha como Bolsonaro no dudaría en hacer, en tal contexto, el mayor uso posible de las investigaciones por corrupción de la vieja “clase política” para eliminar a sus adversarios y reducir a la impotencia a eventuales socios.
Tercera y última variante, menos ruidosa pero de efectos a la postre tal vez igual de malos: que la fragmentación partidaria se profundice y el electorado llegue a octubre más dividido que ahora, ante partidos sin capacidad ni interés en coaligarse, que apuesten todo a sacar la mínima diferencia para meterse en el ballotage. Con lo cual el presidente electo, cualquiera sea, terminaría siendo muy débil, tendría una base legislativa muy pequeña, tal vez aún más pequeña que la de Temer, y no mucho más apoyo social que éste.
Por variados caminos, en suma, las cosas en Brasil pueden salir bastante mal. O directamente pésimo.
Aunque no hay que descartar que otros factores intervengan y otro sea el resultado. Para empezar, porque los moderados de todos los bandos en pugna, de entre los que se lamentan y los que festejan en estas horas, anticipan esos posibles escenarios, saben los riesgos que corren en cada uno de ellos y están a tiempo de evitar el desastre.
Es cierto que el PT va a respaldar a Lula hasta el final. Pero, contra lo que sostienen analistas demasiado alarmados por los ruidos del momento y el griterío de la victimización, no parece que sea tan cierto que está “decidido a romper las reglas de juego”, siquiera a insistir con su candidatura u optar por una “a lo Cámpora” para mantenerlo en el centro de la disputa. La resistencia a la orden de detención no pasó de un gesto teatral, y difícilmente condicione lo que el partido haga de aquí en más.
Si los petistas buscaran una alianza con Ciro Gomes, ahora candidato por el centrista Partido Democrático Laborista, algo más probable que meses atrás, la moderación también se volvería más atractiva para el resto de los partidos y aspirantes, Marina Silva y el PSDB sólo podrían pesar en la competencia si a su vez unieran fuerzas. Y con ello las chances de Bolsonaro se reducirían.
La campaña entonces distaría de girar en torno a “proscripción sí o no”, volvería a centrarse en las opciones para consolidar o cambiar el curso de la recuperación económica, cómo asegurar que las investigaciones por corrupción ganen en legitimidad y se despoliticen, que los partidos y candidatos vuelvan a ser confiables para la sociedad. En suma, la mejor forma de convertir la crisis sufrida en oportunidades para mejorar la democracia brasileña. Que no será muy distinta de la que hace falta para mejorarla en el resto de la región.