El diario español elogia a Luis Scola y pide que llegue a Tokio el año próximo. «Para un héroe tan veterano, ninguna batalla puede ser la última».

El ejército napoleónico entró en Moscú en septiembre de 1812. Nunca se había visto en Europa una fuerza igual: más de 900.000 soldados, la mitad de ellos franceses, al frente de los cuales marchaba el propio emperador, el más brillante talento militar de la época. Habían derrotado a los rusos en Borodino y parecían haber ganado. Pero Moscú, incendiada, no ofrecía ni alimento ni abrigo. Tras un saqueo salvaje, Napoleón ordenó la retirada el 19 de octubre. Y la realidad empezó a hacerse evidente. Sin pasto para los caballos porque la pradera estaba ya helada, casi sin víveres, hostigados por las tropas del príncipe Kutúzov, sin una idea clara de hasta dónde tenían que llegar en el camino de vuelta, los soldados franceses asumieron la derrota.

Sin embargo, era necesario seguir. Y resistir. Y mantenerse unidos. Y sobrevivir de alguna forma, aunque no hubiera ya esperanza. Kutúzov los diezmó en el río Berézina. Cuando el 14 de diciembre logró salir de Rusia, el ejército napoleónico era poco más que una procesión de espectros. Menos de 60.000 franceses lograron sobrevivir a aquel otoño infernal. Muchos de ellos siguieron combatiendo hasta la derrota definitiva en Waterloo, tres años más tarde.

En la derrota lenta y dolorosa se distingue al buen soldado. No es difícil reunir valor cuando se gana. Sí lo es, mucho, mantener el coraje y la disciplina cuando todo está perdido. Lo mismo puede decirse del deportista: la condición de héroe se alcanza en las situaciones desesperadas. Como la de Argentina, en el último cuarto, en la final de Pekín.

Los jugadores argentinos sabían que ya no. Pero tenían que creer que todavía sí. Aunque en el deporte todo es posible, lo imposible no ocurre casi nunca. Cualquiera, fuera y dentro de la cancha, era consciente de que aquello iba a acabar más o menos como había empezado. La selección española era mejor y tenía el oro en las manos. El espectador podía disfrutar de la exhibición de Ricky y sus compañeros, con las piernas cansadas y la cabeza fría: es bella la administración de una victoria. O podía fijarse en los ojos de Luis Scola.

Conviene hacer memoria. Ese hombre ya era profesional en tiempos del gran Michael Jordan, a finales del siglo XX. Se había batido en las filas de Ferro Carril Oeste, Gijón, Tau Cerámica (Baskonia), Toronto, Houston Rockets, Phoenix Suns, Indiana Pacers, Shanxi Zhongyu y Shanghai Sharks, había saltado bajo los aros de tres continentes, había ganado y perdido centenares de veces en centenares de canchas. Y ahí estaba. Con 39 años. Quizá, solamente quizá, en el último gran partido de su vida.

En los minutos finales, el espectáculo más intenso fueron los ojos opacos de Luis Scola. Su mirada, atenta, a la vez firme y desconsolada, podía parecerse a la de sus compañeros. Pero los demás eran jóvenes. Él, en cambio, había recorrido ya otras veces el camino de la derrota lenta. Sabía lo que estaba ocurriendo, sabía lo que sentían sus compañeros, sabía lo que había costado llegar hasta allí, sabía cuánto le admiraban los muchachos y cuánta falta les haría luego, cuando todo hubiera terminado.

Los gritos de Sergio Hernández desde el banquillo fueron apagándose. Para qué gritar, si ya nadie oye nada. La derrota es como una implosión de silencio. Los segundos de la cuenta atrás se viven desde otro lado, desde un más allá en el que uno está a la vez en el ahora y en el más tarde. El combinado español fue un campeón brillante. Los argentinos, con Scola a la cabeza, fueron vencidos admirables.

Ojalá Luis Scola llegue a Tokio el año próximo. Para un héroe tan veterano, ninguna batalla puede ser la última.

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2019-09-16T22:04:55+00:00